Semillas
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Resumen
Poco a poco, la mañana helada se imponía en el cristal. Solo una mancha de vaho desdibujaba la creación visible desde la ventana. Aquella huella tibia, nacida del vaivén de un pecho triste, bastaba en su balbuceo a emborronar los árboles y el cielo, los pájaros y la vía, las farolas y el charco donde un concierto de nubes grises venían a abismarse. También la escuela, con sus ventanales mudos como ojos asombrados, temblaba en aquel espejo de intemperies. Respiraba un niño junto al cristal y el mundo renacía y se borraba a cada instante. A su espalda todo eran voces exaltadas en la fiesta de ordenar un mundo en miniatura donde el musgo producía palmeras airosas y el desierto era próspero en reyes errantes con su séquito. Sobre la pared desconchada del aula viajaba una estrella del pasado, y al amparo de su arco, giraban ociosas las norias, perdidas en sus ciclos ancestrales, rumiaban los rebaños en silencio, mujeres hacendosas extraían un agua de milagro de los pozos y un grupo de pastores se extasiaba en un alzar de ojos a lo alto de donde llegaban los ángeles a posar su levedad de criaturas celestiales sobre los perfiles de un establo de cartón. Un mundo armonioso, primitivo y feliz como una arcadia, nacía del barullo de las manos infantiles, precipitadas en la renovación de lo sagrado. Y todo sucedía al calor de una estufa vieja, que era un aliento sostenido por la fe del maestro en la pobre materia entregada al fuego prisionero. Mientras ardía el serrín, la voz obediente de un alumno iba derramando los misterios evangélicos sobre el oficio de tantos ánimos concertados en llenar la tierra de humildes casas blancas, de puentecillos leves, de pasos ligeros hacia un portal. «Y llegando al lugar donde vino la estrella a pararse, vieron los magos al niño con su madre, y de hinojos le adoraron abriendo sus cofres para ofrecerle dones de oro, incienso y mirra». La escuela, con su corazón de leña quemada y su fábula de reyes orientales, era un reino donde no cabían los charcos, ni los árboles sin hojas, ni los pájaros del frío, inválidos sobre la escarcha.