Enumeración de los magos
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Resumen
Las severas páginas de la historia que don Marcelino Menéndez Pelayo dedicó a los heterodoxos españoles nada advierten del modesto heresiarca Eutimiode Évora, que floreció en el siglo V de nuestra era para ejercer la adivinación por esferas de bronce y la hidromancia. Ninguno de sus escritos perdura. Sabemos que abominó en un tratado de la secta de los agapetas y que predicó en la ciudad de Mérida contra los espectadores de comedias, porque con su ejercicio hacían provisión de lascivia y de locura. Servando o Seherbando, prelado de la iglesia de Braga, refiere en su Historia ecclesiae Lusitanomm que Eutimio era inclinado a degustar miel, que en campo abierto sentíase geórgico y que su verbo resultaba por demás apacible. Menciona que en su juventud Eutimio viajó a Roma sobre un asno extraordinario que sabía abandonar el pienso para escuchar hexámetros. Pero la erudición de esta cabalgadura conviene mejor a algún teurgo alejandrino. San Agustín juzgó confuso el pensamiento de Eutimio. De su obra anotó que era una mera digresión, laboriosa y trivial, de las Escrituras. Conviene saber, sin embargo, que en el libro XVIII, de La ciudad de Dios, cuya materia son las artes mágicas, el santo africano admitió que Eutimio había sobresalido como obrador de prodigios no pequeños por combinación de elementos. De todas las composturas que le atribuye destaca una, de particular deleite entre doncellas aquejadas de melancolía por viajeros galantes: la noche de san Juan, Eutimio vertía una clara de huevo en una vasija de agua; tal conjunción producía al alba la diáfana imagen de un navío. Esta seducción, sin duda vistosa, no debe apartamos de la herejía singular que le atribuyen las crónicas: hacia el año 430 de nuestra era, Eutimio de Evora postuló abiertamente la calidad innumerable de los Reyes Magos.