Don Josef Belmonte, relojero contra el tiempo
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Resumen
La nieve, ese seguro azar de los inviernos nórdicos, permite esta página. Ignoro si parecerá apócrifa bajo el sol. Desde Inverness, un tal Maughell McFerlan, hombre piadoso en mitad de la tormenta, nos envía noticias sobre un ignorado instrumentario español cuya memoria quedó anegada en el naufragio de la corbeta Mercurio, un 4 de diciembre de 1808. McFerlan -traduzco vanamente de su tarjeta de visita- se declara «fabricante de arenas musicales para animar por precipitación y con dulces melodías las horas muertas». Nos envía una muestra de su arte. La calidad del reloj que remite procura tales maravillas cuando destila su arena, que hace temerario juzgar que la carta de McFerlan sea una completa impostura. De la complejísima elaboración de su mensaje, sin otro propósito que vendernos un reloj decimonónico, podría aventurarse que McFerlan es lector receloso de Stevenson, pero ávido creyente de las páginas dictadas por la fiebre del almirante Robertson, tan propicias a la galerna y a las visiones, a la abstinencia de carne y a la glorificación de Dios, a la música, a los honores fúnebres y a la secreta promoción de sí mismo. Basta un ejemplo del estilo mimético de McFerlan, traducido, posiblemente, con torpeza (1): «Paseaba, según mi natural costumbre, por las arenas familiares, cuando el océano me envió un rumor de gaitas, lo cual es seguro anuncio de violencias meteóricas. Y me dispuse francamente a recibir lo que llegara, en pie, con la levita abrochada y entonando un himno. Empezó a nevar y en el ajetreo de los copos más arreciaba aquel estrépito de las olas que solo mis oídos, y tal vez las gaviotas, que giraban sobre mis oídos, podían recibir. El viento me obligó a dar la espalda al mar. Vuelto como estaba cerré los ojos y seguí cantando hasta completar seis veces el repertorio que los domingos del Señor elevamos en nuestra buena iglesia presbiteriana. Para entonces la playa había quedado tranquila y nevada. Volví la vista al mar: apreciables huellas progresaban desde las olas fallecientes hasta perderse entre las rocas. Comprendí que debía seguirlas...».
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