Fragilidad de los espejos invernales
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Resumen
Es fama que el primer libro que salió a luz en el mundo lo compuso la sabiduría divina. Eran sus hojas la amena reunión de todas las criaturas, encuadernadas con tal gracia y disciplina que una noche, el rey David, bañado por las constelaciones, supo reconocer en tan vasto azogue el reflejo armonioso de la escritura sublunar. El mismo brillo celestial infundió en Platón la sospecha de que el mundo es una impostura cuya deficiencia conviene denunciar para distraer al espíritu por territorios ideales, sujetos al gobierno de la inmovilidad y la belleza. Esta propensión periódica a juzgar el cielo como un espejo sereno de lo terrenal volvió a prender la tarde del veintinueve de septiembre de mil cuatrocientos cuarenta en un bosque de Holanda. Si creemos al poeta que lo cuenta, y no hay por qué dudar, esta vez los elementos se confabularon no para producir un salmo que celebra las estrellas, ni un diálogo conmovido por descifrar la belleza, sino para inspirar en el ciudadano de Haarlem, Laurens Coster, la invención de la imprenta. El hallazgo original, menos grandioso que el firmamento del profeta, nos propone como espejo del mundo una modesta corteza de haya.